David Foster Wallace

El aburrimiento de David Foster Wallace

Esta semana se cumplen 12 años de la muerte del escritor estadounidense. Aquí presentamos una crónica de los meses y días que precedieron a su teatral y para muchos, inesperado suicidio.

por Rodrigo Morales


Un día durante el verano de 2007, Wallace estaba comiendo con sus padres cuando empezó a tener palpitaciones y a sudar profusamente. Probablemente un ataque de ansiedad. Cuando fue a consultar con un medico, éste le dijo lo que ya presentía, que había antidepresivos mejores en el mercado que el Nardil que tomaba hasta ese instante.

Lo que decidió Wallace fue dejar la medicación para hacer un cambio en su vida. “La persona que iba a dejar la medicación que posiblemente lo mantenía con vida no era la persona que a él le gustaba -contó su esposa-. No quería darle tanta importancia a escribir como lo hacia”. Esta sería una decisión fatal para el autor de «La broma infinita». Después de 22 años, había decidido dejar de tomar el medicamento que le había salvado la vida.

El proceso lo llevó a sentir nauseas, fatiga extrema. A Jonathan Franzen, su amigo y autor de «Las correcciones», le escribió diciendo: “He estado haciendo estallar cosas y después se me va por completo de la cabeza. Hasta ahora, esta es la parte más dura del “proceso de limpieza”; un poco como me imagino que debe ser un ciclo de quimioterapia”.

Lamentablemente, Foster Wallace terminó en el hospital con un cuadro de depresión severa. Para cuando fue dado de alta, los médicos le recetaron nuevos medicamentos, pero el escritor estaba demasiado asustado para esperar a que estos fármacos funcionaran. Decidió mantenerse sano por su cuenta, interpretando a su manera los diagnósticos y los tratamientos de los médicos.

Con el tiempo fue perdiendo peso y también las ganas de trabajar, estaba consciente de que no estaba bien. El manuscrito en el que estaba trabajado “El rey pálido” no pudo ser retomado, aunque no todos los días eran malos, porque seguía dando clases en la universidad.

Año nuevo, nuevo cóctel

En la primavera de 2008, una nueva combinación de antidepresivos pareció darle estabilidad. Ese semestre empezó a impartir la asignatura de ficción creativa. Los alumnos que lo conocían notaban que su buen humor se había apagado. El último día de clases las lágrimas caían por su rostro. Llevó a sus estudiantes a una cafetería donde volvió a echarse a llorar. Todos se dieron cuanta de que algo no andaba bien.

En las semanas que vinieron, varias revistas se contactaron con Foster Wallace para que escribiera artículos de distinta índole, pero dada la condición mental en la que se encontraba, le era imposible aceptar los encargos. Un día se fue a un motel a unos 15 kilómetros de su casa y se tomó todas las pastillas que pudo encontrar, cuando despertó, llamó a su esposa que lo había buscado toda la noche. Luego de ese episodio se internó en un hospital donde accedió a someterse a terapia electroconvulsiva.

El estado de ánimo de Wallace en esos días era tan malo que casi no leía, se pasaba todo el tiempo mirando la televisión, un día su esposa vio que una manguera del jardín había desaparecido, la encontró en el maletero del auto. El autor había planeado atar la manguera al tubo de escape usando su bandana. Ella le pidió explicaciones, pero él aseguro que no iba a continuar con aquella idea, su esposa no le creyó e hizo que lo internaran nuevamente en un hospital.

Los padres de Foster Wallace fueron a acompañarle durante diez días. Se quejaba constantemente de sus psiquiatras y los tratamientos, al punto que pidió en repetidas ocasiones volver a tomar Nardil. A pesar de que sus terapeutas accedieron, no fue capaz de esperar a que el fármaco hiciera efecto en su organismo. Su esposa cree saber el momento exacto en que tomó la decisión de suicidarse. Dice que fue un 6 de septiembre. “Ese sábado había sido un día realmente bueno. El lunes y el martes no tan buenos. El miércoles empezó a mentirme”. Wallace esperó la oportunidad dos días más. A primera hora de la tarde del viernes 12 de septiembre le sugirió a su mujer, Karen Green, que fuera a trabajar en los preparativos de una inauguración en el centro de la ciudad, ella estaba tranquila porque Wallace había ido al quiropráctico el lunes anterior. «Uno no va al quiropráctico si esta pensando en suicidarse”, recordó.

Cuando ella se marchó, Wallace entró al garaje y encendió las luces. Le escribió una carta de dos páginas. Después cruzó la casa hasta el patio, donde se subió a una silla y se ahorcó. Green regreso a las 21:30 y encontró a su marido y en el garaje, bañada por la luz de las lámparas, una pila de papeles de casi doscientas paginas. Wallace había ordenado el manuscrito para que lo encontrara su esposa, además de borradores, anotaciones, fragmentos de lo que iba ser su próxima novela, trabajo que nunca lo dejó satisfecho y que encontró un final abrupto y dolorosamente triste para las personas que lo amaban.

Sus cenizas en Chile

Jonathan Franzen, relata en una de las crónicas de su libro «Más afuera», la aventura involuntaria (en un principio), que supuso llevar consigo las cenizas de Foster Wallace para esparcirlas en la isla de Juan Fernández. La idea de Franzen era viajar hasta el remoto territorio para experimentar por unos días la soledad de Robinson Crusoe y divisar al esquivo «rayadito de más afuera», un pájaro endémico de la isla. Un día antes de viajar, Franzen visitó a la viuda de su amigo quien le pidió, sin razón aparente, que levará con él una parte de las cenizas de su cremación, las que finalmente puso en una pequeña y antigua caja de madera.