Elvis Presley gordo

Elvis tiene hambre: la dieta suicida del «rey»

Si el infierno existe, Elvis vive allí. ¿Su pecado? La gula. Al morir el 16 de agosto de 1977 pesaba 159 kilos, gracias a una ingesta que promediaba demenciales 22.000 calorías al día. Este es el menú que, condimentado con drogas y depresión, pavimentó el camino del músico a la tumba.

por Marcelo Contreras


Los músicos juegan al billar, a las cartas, beben, aguardan. Graceland, la mansión de Elvis en Memphis, mediados de los 70. La banda del rey del rock sabe que esperar es parte del contrato, Elvis les paga bien por su paciencia. A veces pasan semanas y no asoma la nariz. La única persona que trabaja afanosamente en Graceland es Mary Jenkins. Está en la cocina. Aunque son las 5 de la tarde, prepara el desayuno de su jefe. Porque desde 1957 en Graceland, cuando Elvis adquirió la casa y se mudó junto a sus padres, el reloj de la mansión funciona con la lógica de un murciélago.

El rey del rock domina el mundo, pero no logra conciliar el sueño cortesía del insomnio, un mal que gatilló su primera adicción: las pastillas para dormir. Mary -May Wee en la sureña boca de Elvis-, contratada por su dominio de las artes culinarias del sur profundo –un festín de carnes rojas, frituras, porotos negros, condimentadas salsas y empalagosas tartas-, cocina una omelette. La receta lleva 6 huevos fritos en mantequilla, sazonados con muchísima sal. Agrega medio kilo de crujiente tocino, un cuarto de litro de salsa y una docena de muffins. En la bandeja que contiene el desayuno hay 6.010 calorías, suficientes para tres días de energía que necesita un hombre adulto. A las 10 de la noche el rey espera ansioso el almuerzo, aunque es probable que entre comidas haya devorado alguno de sus bocadillos favoritos. El ranking personal de snacks lo encabeza un sándwich digno de la mentalidad de un niño en edad preescolar. Es la especialidad de otra de sus cocineras Pauline Nicholson, también sureña. Un plato que debe preparar varias veces al día: moler un plátano hasta formar una jalea, mientras se tuestan dos piezas de pan de molde. Uno de los panes se impregna con el plátano, el otro con generosas cucharadas de mantequilla de maní. A la par, derrite cucharadas de mantequilla. Arma el sándwich, lo pone en la sartén, y lo presiona con una espátula para que la mantequilla dore por lado y lado el contundente bloque. Cada uno de estos bocados equivale a 625 calorías. Pero es otra variedad de sándwich la que el rey considera como su almuerzo. Una bomba que detona 8.410 calorías en su interior, otra obra digna de lógica culinaria infantil. Es una combinación agridulce imposible: dos baguettes embardunadas con todo un frasco de mantequilla de maní y otro completo de mermelada de frambuesas, más medio kilo de tocino frito como relleno. Cada baguette debe medir exactos 30 centímetros.

La cena del rey, programada a las 4 de la mañana, suma otras 6.285 calorías: cinco hamburguesas dobles, y otra dosis de sándwiches fritos de plátano y mantequilla de maní. Hay que sumar 1.200 calorías por los 3 litros diarios de gaseosas que, como mínimo, bebía Elvis. El marcador arroja escalofriantes 21.905 calorías al día, equivalente a un cuarto de la energía que necesita una mujer embarazada, durante los nueves meses de gestación. 

La cena del rey, programada a las 4 de la mañana, suma otras 6.285 calorías: cinco hamburguesas dobles, y otra dosis de sándwiches fritos de plátano y mantequilla de maní.

Elvis regaló 200 Cadillac en su vida. Abundan las historias de dependientes de bucólicas estaciones de bencina, boquiabiertos con la presencia del rey y su portentoso auto, hasta que Elvis descendía y regalaba las llaves. También obsequió casas, caballos y anillos. Hizo otros regalos aún más extravagantes, como agarrar su jet, cruzar varios estados hasta un parque de diversiones, y arrendarlo sólo para sus amigos. Por supuesto, también era capaz de viajar por comida. Según Mary Jenkins en su libro “The Elvis Presley Family & Friends Cookbook”, en una ocasión Elvis voló hasta un restaurante en Denver sólo para copiar la receta de un plato del que había oído hablar. Bautizado como “Fool’s Gold Loaf”, se trata de otro atentado a las arterias coronarias: pan italiano con medio kilo de tocino frito en su interior, bañado en mantequilla y horneado. Tan fascinado quedó el rey con la preparación, que se llevó 22 piezas. Quienes conocieron a Elvis en su infancia en Tupelo, Mississippi, lo recuerdan pendiente de la comida, como entusiasta consumidor de los platos de la gente pobre del sur. El pequeño Elvis no despreciaba comer ardillas, patas y orejas de cerdo, nabos y toda clase de panecillos dulces, mientras que el pescado le repelía. Ya famoso, despreciaba los restaurantes y las comidas foráneas, como era feliz devorando completos con chucrut, y pizzas con carne de cerdo. Tanto le gustaba ese tipo de carne, que crió un puerco en Graceland para luego devorarlo junto a su padre Vernon. Cuando el sobrepeso se convirtió en un problema, hizo dietas absurdas como beber sólo jugo de papaya. 

La última vez que Mary Jenkins vio con vida a Elvis en la madrugada del 16 de agosto de 1977, extrañamente el rey le dijo que no tenía apetito. “Estoy muy cansado”, fueron algunas de sus últimas palabras. Aquel año su salud se resintió al punto de levantarse apenas para conciertos, mientras su doctor personal George C. Nichopoulos sumaba, sólo en el historial médico de su famoso paciente entre enero y agosto aquel año, 199 prescripciones equivalentes a 10.000 dosis entre sedantes y anfetaminas. Por esos días la prensa trataba implacablemente a Presley por sus perfomances, acusándolo de autoparodia. Aunque la voz nunca mermó, era notorio que su condición física afectaba su rendimiento en el escenario. Lejos quedaban las patadas de karate en Las Vegas, el temblor de sus caderas, y la sonrisa seductora encajada en mejillas aguzadas. Sus shows se abreviaron. Corrían tristes rumores que aseguraban que el rey salía a escena con pañales por problemas de incontinencia. La verdad oficial habló de un ataque cardiaco como la causa de muerte de Elvis, obviando discretamente por orden familiar su consumo de drogas, el sobrepeso y la notoria depresión que lo afectaba desde 1973 cuando Priscilla, su esposa, le pidió el divorcio. Es cosa de ver las fotos. Todos los retratos hasta ese año exhiben al rey en gloria y majestad. Luego comienzan las fajas más anchas, las mejillas hinchadas, la expresión cansada, el retrato de un rey marchito que intentó llenar sus vacíos mordiendo y tragando.