Little Richard

Little Richard, el profeta del desenfreno

Fue uno de los pioneros del rock and roll, palabra mayor de la música e influencia de artistas como The Beatles, Led Zeppelin, Prince e Iggy Pop, entre otros. Tenía 87 años.

por Felipe Rodríguez


Cuando “Rock around the clock” de Bill Halley apareció en los créditos iniciales de la película “Semilla de Maldad” (1955), la juventud de post guerra sintió que, por fin, se emancipaba. Little Richard Penniman, de entonces 23 años, comprendió rápido el mensaje. Para sobresalir debía quebrar las reglas. A su corta existencia había vivido lo suficiente: su padre le daba golpizas porque se vestía con la ropa de su madre y lo expulsó de su hogar por su homosexualismo a los 15 años.

Solitario, se unió a los medicine shows, esos espectáculos de bajo presupuesto que recorren de ciudad en ciudad con cómicos, cantantes y charlatanes, y comenzó a curtirse en los escenarios con una característica que lo diferenciaba: debía alzar y agudizar su voz para que la gente le prestara atención. En el naciente rock and roll, las excentricidades y los ataques de locura eran llamativos y, curiosamente, bien vistos. Y Richard, fallecido este sábado, era el bicho más raro de todos. Grabó un par de canciones hasta que dio en el clavo: “Tutti Frutti” (1956) y su delirante grito “A uan ba buluba balan bambú!” fue un hit que traspasó generaciones. Alan Freed, el DJ del momento, lo comenzó a rotar con insistencia y el sello Specialty, abducido por la vehemencia y energía de sus composiciones, lo firmó y lo hizo viajar por Estados Unidos. El sonido salvaje, sus insólitas letras con connotación sexual y sus aullidos delirantes, tuvieron un éxito abrumador.

Richard era una fuerza avasalladora. Un pionero que publicaba singles como “Lucille” o “Jenny Jenny”, donde quedaba sin aliento y demostraba que su música era revolucionaria. Pero llegó 1957 y, en una gira por Australia, tuvo una iluminación: durante un vuelo creyó ver una luz en el cielo –que supuestamente fue el lanzamiento del satélite Sputnik soviético- que interpretó como un mensaje divino. Debía dejar esa música del diablo y volver a cantar a la iglesia, como en su infancia.

Se hizo predicador y pasó siete años cantándole al Señor. Cuando volvió al rock, en abril de 1964, la música había cambiado. No cuajó ningún gran éxito más, pero su agencia de representación y su inmenso ego –que heredaría otro célebre negro llamado Ali- se hicieron ilusiones: brindó más presentaciones de las que debía, pero no pudo recuperar la popularidad de sus primeros años en su país.

Nadie es profeta en su tierra

Si en Estados Unidos representaba la nostalgia, en Inglaterra era una figura que generaba admiración y respeto. Grupos como The Beatles, Rolling Stones y The Kinks, entre otros, hicieron versiones de sus canciones; John Lennon lo invitó personalmente a participar en el Toronto Peace Festival (1969) y Robert Plant, el líder de Led Zeppelin, declaraba su idolatría por su precursor manejo escénico.

Aunque comprendió que para mantener vigencia debía interpretar sus clásicos, Richard tenía esperanzas en un segundo aire. Tras pasar sin éxito por varias disqueras, recaló en Reprise, la compañía que había fundado Frank Sinatra para proteger la libertad de los artistas. Fue un pequeño renacimiento: realizó calculadas producciones donde sus bramidos brutales dieron paso a música hecha a fuego lento. “Freedom blues”, un delicado protofunk estuvo nueve semanas en el ranking de Billboard y su trilogía “The Rill Thing” (1970), “King of Rock and Roll” (1971) y “Second Coming” (1972) fueron valoradas por la crítica, pero de ventas mediocres.

El pianista tuvo que recurrir a los conciertos para seguir en boga, pero el exceso de trabajo le generó una adicción severa: la cocaína. El consumo lo acompañó por muchos años y no lo hizo valorar sus trabajos junto a históricos como Quincy Jones, Jerry Wexler, Billy Preston o el mismo Jimi Hendrix. Desde los 80 en adelante, su contribución artística fue mínima, aunque nunca le faltó trabajo. Animal del escenario, hizo cameos en películas y se mostraba agradecido cuando colegas como Iggy Pop o Prince –quizás, junto a James Brown, su mejor discípulo-, lo citaban como ejemplo. Richard, en cambio, solo rendía reverencia a Elvis Presley. Más de una vez repitió que agradecía a Dios haber enviado a Elvis a la tierra.

Pese a ser un artista del recuerdo, el músico hasta el final tuvo una voluntad artística eternamente impulsada hacia adelante. Esa idea perpetua de ir más allá lo transformó en un hombre irrepetible: un profeta que abrió puertas y fue impulsor de una de las revoluciones más telúricas de la historia de la música.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *